“En cierta ocasión cuando vivía en Francia, llegó un paquete por correo de una novia española que tuve. Además de la carta había un cartoncito transparente, pero como era muy temprano lo dejé para después. Sin darme cuenta cayó accidentalmente en el café del desayuno y cuando fui al baño a afeitarme vi cómo el espejo me hacía muecas. ‘¿Yo por qué me veo así? Son apenas las 8 de la mañana’, me dije. Empecé a ver pequeñas culebritas bajando del techo y corriendo por las paredes. Ya sé qué pasó: ¿dónde está el ácido? Entonces me dispuse a viajar al mundo de las fantasías bajo los mágicos efectos del LSD.
“Eso de ser rockero era una cosa rarísima en esa época. Una vez se me acercaron dos policías jóvenes admirados por el largo de mi cabello negro ondulado que llegaba hasta mis hombros. Yo me puse a hablarles paja: ‘vea, existe una pastillita que se llama LSD que si usted se la toma no vuelve a peluquearse nunca más; te dejás el cabello largo, conocés la realidad absoluta, te conectás inmediatamente con todo lo que te rodea, te salís de la casa’. Los policías se miraban aterrados”.