En la vida de Francisco su condición de hombre era indisociable con la de arquitecto porque hacía parte de los pocos y privilegiados seres humanos que por suerte y, sobre todo, por decisión y coraje, han logrado hacer del necesario oficio para la subsistencia la fuente de su más profundo gozo.
Fue formado en la Universidad Nacional por Fernando Martínez Sanabria y otros sobresalientes arquitectos de la época. Conducido por los trazos diestros de sus manos asimiló los principios de la arquitectura moderna que, además del uso de las nuevas posibilidades técnicas, reivindicaba los valores eternos de la arquitectura: la funcionalidad, la estabilidad y la belleza.
Para sus alumnos llegó a ser familiar verlo analizar con ojo maestro las bondades o problemas de una planta, explicar la manera de balancear una escalera, la disposición de la silletería en un teatro, el radio de giro de un camión en un patio de abastecimiento, los secretos de una bella composición.
Todos extrañaremos su figura erguida recorriendo los espacios de la Universidad de San Buenaventura, el tono cordial de su voz y el brillo afable de su mirada. Pero, sobre todo, la generosidad con la que transmitió sus conocimientos hasta más allá de sus límites físicos. Y lo hizo con la discreción y la humildad propias de los grandes.