Desde niño me preguntaba por qué había rieles olvidados que cruzaban los valles y montañas de Dosquebradas. Visité los fondos de valles cruzados por cristalinas quebradas en los tradicionales paseos familiares de olla y anduve en fincas cafeteras entre surcos sembrados. A pocos metros de la ciudad, los grandes cultivos cafeteros desaparecían poco a poco y en familia reconstruíamos viejas historias de mis abuelos, recreadas siempre en cafetales, recolectores, veredas, fondas, poblados y cruceros de vías rurales. También, desde entonces, recorrimos en chivas y camperos las pronunciadas lomas hasta llegar a carrileras y cuchillas, donde me dejaba seducir por la grandeza del paisaje cafetero, siempre unido a la ciudad y siempre contiguo a ella.
Entrar a montes espesos en el Alto del Nudo o el Alto del Toro y sentir el suave rumor en los guaduales, me hizo entender muy pronto que su presencia en la región formaba parte de una identidad natural transformada en cultural por su presencia en cada muro, cada cerca y cada banca de las fincas cafeteras y muchas casas urbanas. Los guaduales lloran porque tienen alma, como también hay alma en cada cuchilla, colina y montaña cafeteras.