En esta sorprendente Reina de América el estilo es sometido a la prueba de fuego de una guerra real y actual, una guerra cooptada por el discurso periodístico. Una joven española acompaña a un escritor-periodista colombiano a la selva, a hacer vida de náufragos sin isla; él huye de una de las condenas a muerte que parecen ubicuas en la guerra. El antecedente es un clásico colombiano, La vorágine, de José Eustasio Rivera, novela de fugas tan exacerbadas que el protagonista termina huyendo de su huida. Nuria Amat disloca el espacio y el tiempo de la selva y el relato, hace del escape un epifenómeno del regreso, tiende los círculos concéntricos de la aventura alrededor de la voz que la cuenta: La vorágine reescrita por Marguerite Duras.
El paradigma de la novela de aventuras quiere que el hombre se enfrente solo, librado a sus propios recursos, a las fuerzas adversas de la naturaleza y la historia, en trópicos incomprensibles. Lo incomprensible hace necesaria la literatura, que crea sus propios patrones de sentido. Reina de América propone un cambio marginal pero decisivo: el hombre cree estar solo pero lo rodea una constelación de mujeres, negras, blancas, indias, tías, primas, vivas, muertas; entre ellas la mismísima Reina de América, que es una calavera que llevan en una cesta. Una guerra la puede contar un estratega, sobre el mapa, y entonces se parece a una explicación; o la puede contar un soldado, desde el campo de batalla, y en ese caso el estruendo y los llantos obstruyen la comunicación. La seda de la prosa de Nuria Amat nos hace sospechar que existe un tercer modo, que es el de los mapas borgeanos del tamaño del territorio; es decir, del tamaño del lenguaje.
César Aira